Uno de los primeros vestigios de lo que llamamos humanidad son las cenizas. Los arqueólogos nos advierten: una capa de tizne hallada en una cueva es el primigenio hogar humano. La capacidad del fuego para transformar y hacer habitable el rincón más oscuro y frío propició en los humanos el deseo de expresar sentimientos y emociones, de compartir oralmente la experiencia del clan y, con ello, la percepción de la realidad. Dejamos de depender, en exclusiva, de la evolución genética para convertirnos en contadores de historias frente a las brasas o en torno a una mesa.
Fuimos, progresivamente, más humanos al abrazarnos, al llorar ante un paisaje o al preferir un sabor frente a otro. Siempre mediando la palabra, el lenguaje construye la cultura, pero sigue guardando facetas misteriosas: cuando tenemos una palabra en la punta de la lengua, ¿dónde está realmente? Cuando oímos el nombre de una fragancia, ¿nuestro cerebro qué está oliendo?
Los sentidos, con semiótica propia, nos hacen humanos, pero... ¿demasiado humanos en nuestro anhelo por sentir? ¿Tienen color los sentimientos? ¿Y forma el sabor? ¿Acaso escuchamos a nuestros labios?
Las percepciones sensoriales están empapadas de aspectos sociales. Con el lenguaje comunicamos experiencias e identificamos sensaciones que, tras siglos de cultura, transmiten información. Nuestro lenguaje evoluciona: ¿cada cuándo deberíamos (re)entrenar nuestros sentidos? ¿Nos sirve crear patrones para los estímulos más relevantes en nuestra actividad profesional, ya seamos cocineros, perfumistas, enólogos, o consumidores curiosos?
Las palabras lo son casi todo en nuestra mente, y aun así las reforzamos con palmadas, apretones de manos, golpes de pecho y otros excesos táctiles de trascendencia social. Leemos los labios de quien nos habla y miramos los ojos de quien nos mira.
Pero entrenamos palabra y mirada para retener el placer de un beso o de un bocado exquisito.
Recordamos el 1 % de lo que palpamos, el 15 % de lo que gustamos y el 35 % de lo que olemos. Y lo recordamos por su nombre. Retener la fugacidad sensorial es un ejercicio que nos proporciona un placer casi infinito. Saber comunicarlo nos permite cocinar nuestras raíces y renovarlas, a través de generaciones, hacia el futuro.
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