
Las letras se van uniendo, intentando compartir los momentos de un viaje. Y los ojos que las leen, tratan de sentirse en el mismo lugar, con las mismas vivencias, dimensionando lo poco, lo mucho, la nada.
Viajar es el mejor de los alimentos. Y existen dos grandes pilares que hacen un viaje: El lugar, por supuesto, y quizás mas importante: con quién se viaja.
Uno puede viajar solo, donde el destino y el testigo son una sola cosa, observa, transita, inhala, exhala, disfruta cada paso y siente una pizca de pena por lo que no están con uno en el preciso instante que abre las puertas de lo desconocido. Puede viajar acompañado, siendo dos, siendo tres, o diez, donde la dimensión de lo que se tiene enfrente puede ser tan variable como la mismísima realidad de las cosas. Puede viajar en diferentes edades, donde la absorción de las imágenes depende de la madurez encarnada en su alma. Puede viajar con viejos amigos, donde la convivencia es mas conocida, se vuelve a hacer lo que ya se hizo alguna vez, donde lo único nuevo es el paso siguiente, lo que no es poca cosa.O puede viajar con nuevos amigos. Y eso retribuye al alma cuando percibe que esos nuevos, podrán ser viejos. Solo depende del paso del tiempo.
Este viaje me enseñó eso, además de enseñarme que un vino es obra de Dios, autor intelectual, y del hombre, autor material. Que la vida te da sorpresas, como el viejo montañés que salvó la vida de un desconocido para salvar su propia vida. Me enseñó -mejor dicho, me demostró- que nuestro país tiene rutas, caminos y almas que lo construyen y lo hacen precioso. Que la gente trabaja por dinero y trabaja por amor. Que la distancia entre amigos puede unirte mas, como sucede con aquellos dos amigos que fueron a Mendoza a soñar y hoy lo hacen con ojos abiertos, despiertos. Y tantas otras, que espero puedan ser plasmadas en los párrafos de los cuatro días vividos, de las 100 horas de cocción a fuego moderado en Mendoza.
Este viaje me enseñó eso, además de enseñarme que un vino es obra de Dios, autor intelectual, y del hombre, autor material. Que la vida te da sorpresas, como el viejo montañés que salvó la vida de un desconocido para salvar su propia vida. Me enseñó -mejor dicho, me demostró- que nuestro país tiene rutas, caminos y almas que lo construyen y lo hacen precioso. Que la gente trabaja por dinero y trabaja por amor. Que la distancia entre amigos puede unirte mas, como sucede con aquellos dos amigos que fueron a Mendoza a soñar y hoy lo hacen con ojos abiertos, despiertos. Y tantas otras, que espero puedan ser plasmadas en los párrafos de los cuatro días vividos, de las 100 horas de cocción a fuego moderado en Mendoza.
La salida de Buenos Aires fue lenta, como puede imaginarse una salida en Semana Santa, cuando todos los viajeros cual hormigas en procesión olvidan la Resurrección y se acuerdan de los días libres. Lentamente, después de caminar en colectivo por Puerto Madero, salimos hacia las rutas argentinas hasta el fin. Llegamos a Mendoza, tarde, ansiosos, dispuestos a no perder tiempo.
El primer paso fue hacia la bodega que, personalmente, tantos buenos momentos me hizo vivir. Estar en el lugar del hecho, en el lugar donde nace el vino, es tan intenso como el niño que conoce Disneylandia. Es estar con los creadores, y con los personajes que preparan el producto definitivo que recorrerá góndolas, bocas y noches de gargantas con taninos.
Ruca Malén llegó a mi vida, allá por el año 2002, en una de esas visitas a vinotecas a comprar lo que ya se conoce o lo que no. Éste vino, formaba parte de “lo que no”. La leyenda Mapuche de Ruca Malén se reencontraría conmigo en momentos de elegir un vino para recomendar, para compartir, para regalar, para abrir en cualquier instante.
La entrada a la bodega es una postal, en el sentido adjetivo de la palabra, apenas disminuida por pequeñas pinceladas de nubes que no permitían observar el Cordón del Plata en todo su esplendor. No importaba.
Una casa de imponente color tierra misionera nos recibió con las vides cosechadas y con un menú de cinco pasos que maridaban (y no tanto) con todos los vinos que produce Ruca Malén. Al principio, un balcón con vista regalada por la naturaleza, fue el escenario de los dos primeros platos para luego pasar al salón privado que nos albergaría por un par de horas. Un menú actual, como la gastronomía nuestra de hoy soporta. Quinoa bien cocinada, lomo en el punto solicitado y un buen postre con babá y helado de naranja y oliva. El crocante de Hesperidina, quedaba mejor en el relato del plato que en el paladar. Como suele suceder cada vez mas seguido. Cuidado!
Luego del almuerzo, entramos a la Zona de Producción. Y que mejor momento que fines de marzo y principios de abril para visitarla. Los canastos dejaban caer sus racimos de cabernet a la boca mecánica que se encarga de quitarles el escobajo de forma perfecta. Pasamos por los cilindros inmensos de acero inoxidable que maceran y fermentan. Una buena charla con el enólogo de la bodega que estaba en pleno pisage, para después pasar al cuarto oscuro de baja temperatura repletos de barricas francesas y americanas desde el piso hasta el techo. El vino estaría allí durmiendo, abrazado por el roble extranjero de primer uso para seducir nuestras bocas varios meses después.
El paso siguiente fue el Club Tapiz, el hotel del vino Tapiz, que merecía su visita por la belleza de la casa antigua, con su restaurant bonito y escénico. Charlamos con sus cocineros, mendocinos ellos, que hacen camino el andar como muchos otros cocineros. Una buena charla, un idioma que solo los cocineros comprendemos, y un lugar que nos serviría para el primer paso improvisado, llegar a la fábrica de Aceite de Oliva Pasrai.
El paso siguiente fue el Club Tapiz, el hotel del vino Tapiz, que merecía su visita por la belleza de la casa antigua, con su restaurant bonito y escénico. Charlamos con sus cocineros, mendocinos ellos, que hacen camino el andar como muchos otros cocineros. Una buena charla, un idioma que solo los cocineros comprendemos, y un lugar que nos serviría para el primer paso improvisado, llegar a la fábrica de Aceite de Oliva Pasrai.
Nunca había visto como se hacía un aceite. Quizás sí sabia, pero el saber leyendo, no es lo mismo que el saber observando. Una señorita de buen léxico, muy estudiosa para explicar el proceso nos hizo recorrer el procedimiento. Las aceitunas que se utilizan para hacer aceite son muy distintas que las que acostumbramos a consumir. Pequeñas, minúsculas, para que el porcentaje de agua y aceite que guardan en su interior sea mas aprovechable. Primera y única prensada en frío, un viaje a la decantación y un filtrado adaptado a los ojos compradores que mantienen la costumbre de suponer que el transparente es mejor que el aceite turbio.
La primer noche se acercaba, y habíamos estado de un lugar al otro, oyendo, observando, degustando, tocando, oliendo. Necesitábamos la ducha, recargar las energías para andar por las nochecitas de Mendoza, que también tienen ese que se yo, viste.
Arístides Villanueva, es la calle de los jóvenes mendocinos y de otros que vienen de otras partes del país como nosotros y del mundo como los otros. El auto, el pequeño cuatro ruedas de color verde, fue archivado en un garage que hasta las 3 de la mañana nos cobraba 5 pesos. La caminata, sin destino indicado, con un objetivo marcado: Cenar. Pasamos, bares y tabernas, antiguas y modernas. Al final caímos a un lugar que no se sabía si era mexicano o español. Quizás las dos cosas. Falta de identidad. Yo pedí conejo, cosa que me disgustó, Hernán y Daniel una paella para dos. Y el vino, claro. No pasamos mucho tiempo dentro del lugar, la cuenta y a caminar.
La caminata nos topó con dos noviecitos adolescentes que eran novios hace tiempo, se notaba en sus vestimentas, en su forma de agarrarse. Ellos fueron los que nos dijeron: “La noche se vive en Chacras de Coria.” Y allá fuimos, previo paso por el Parque San Martín y su portón enorme, soberbio, contundente.Para llegar a Chacras anduvimos en el auto por todas las afueras de Mendoza. La calle se convertía en ruta, la ruta en calle nuevamente, la calle en tierra. Y en la tierra, una fila de personas que vaya a saber uno de donde venían. Había un poco de temor, y la certeza de que nos habíamos perdido. Dos horas después llegamos al lugar: Alquimia. Un boliche más, ruidoso, luces intermitentes, muchos hombres de piropo en la oreja y mujeres de orejas con piropo. Una noche mas, con su respectiva cerveza, el fernet oscuro y mal hecho, el campari con naranja. Una noche sin condimentos. Hotel y dormir.
Continuará...
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