El tercer día, tenía como destino Potrerillos, un pueblo que se ubica adentrándonos en la Cordillera de Los Andes.
La fila de viajeros obligaba al auto alquilado ir a la velocidad justa para girar los ojos y ver la altura, la nieve de los picos, las aves volando, las lagunas escondidas. Todo allí, todo aquí.Después de un par de kilómetros de ripio, llegamos a la morada del Viejo Montañés, que parecía haberse arrancado de las páginas del “Viejo y el Mar” de Hemingway: Su soledad y su destino.
El Viejo tenía un restaurant, una cabaña en medio de la montaña con mesas de maderas longitudinales, sillas de troncos, fotos en los parantes, banderas de SlowFood. Alrededor de la morada, el terreno se encontraba en pendiente, los arboles se erizaban de la tierra hasta confundir el celeste cielo con el verde hoja, el arroyo sonaba en do mayor cuando el agua, veloz, impactaba a las piedras sostenidas. A lo lejos, aunque muy cerca, la montaña, el hábitat del Viejo: Eduardo Luis Maccari.
Maccari, con sus propias manos cocina lo que él mismo come. Y eso lo comparte con los visitantes. Nuestro estómago, tomó carrera y comenzó la maratón de “alemaneidades”: Degustación de salchichas caseras, un chucrut blanco, otro colorado, un garrón de cerdo entero cocido el tiempo que demora el sol en irse, horas. El aliento de los comensales lograban desarmarlo. Parecía mágico. La mesa de mantel campechano sostenía además unas papas con piel en manteca y romero. Sentíamos estar en la campiña germana, lo único que nos mantenía en la realidad era la charla en idioma propio. Por las gargantas pasaban un torrente de sus cervezas rubia de 7,5º de alcohol; su negra agresiva, perseverante, meticulosa en su tostado justo y su roja disminuida, levemente dulce y su color coral.
El Viejo, además de la cabaña donde cocina también tiene una fábrica de cerveza artesanal, una historia, una obsesión y un perro. Luego de la sobremesa, llegó el turno de encontrarnos con él en su fábrica. Parco al principio, se entregó después a la charla amena y exhaustiva de su vida, como buen hombre de montaña.
Hace muchos años, el Viejo, conocedor de la geografía recibió un llamado urgente de la Fuerza Aérea Argentina: Sin él no podían rescatar a un joven arquitecto checo que se había accidentado en la montaña. El Viejo, joven en aquel entonces, lo divisó a lo lejos. Todos lo dieron por muerto, el arquitecto estaba inerte, congelado. Sin embargo, Maccari insistió y bajaron hasta alcanzarlo para llevarlo en una sola pieza de hielo hasta un hospital donde lograron revivirlo. La perseverancia y su apuesta hizo que el Gobierno de Checoslovaquia lo invitase a su país para agradecer su acto de honor. Y el hombre rescatado lo llevó a conocer su familia, en Pilsen. Una familia de cerveceros artesanales que le enseñó todos los secretos de la malta, el lúpulo, el agua.
Se obsesionó, encontró su destino y se quedó en aquel país durante 8 años, hasta volver a la Argentina y emprender un viaje en busca del agua perfecta para su cerveza. La encontró en Potrerillos y desde entonces, realiza la cerveza artesanal a la cual le llamó como su perro, Jerome. Son esas vidas que son biografías.
En la fábrica, Maccari nos hizo degustar su más adorado tesoro una vez más, nos contó sus secretos, y el secreto de los que dicen ser artesanos aunque industrialicen la cerveza. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Manos de cocineros, con ampollas de cuchillos mal tomados contra sus manos de leñador, con marcas en la piel de hachas oxidadas pero filosas.
Merecíamos una siesta, pero ya había pasado la hora. Nuestro almuerzo se había dilatado hasta las horas en que el sol empieza a sentir el cansancio de tan largo día. Igual que nosotros.
Sin embargo, no íbamos aflojar allí. Bajamos hacia Agrelo, con las primeras estrellas como mapa. Nuestra ajetreada pero placentera agenda tenía como destino un hotel: Cavas Wine Lodge. El nuevo concepto de hotelería, sin fastuosidades, sin lujos, pero con estilo. Mucho.
Martín y Cecilia, los dueños, nos recibieron con una copa de espumante en pleno concierto de violín para huéspedes. La música asomaba desde un pequeño anfiteatro de pocos escalones donde una muchacha de mirada a la nada apoyaba su pera contra la mariposa de madera dándole sonido a un vuelo que no existe. Los acordes, entre espalderos, silencio de grillos cantores, y vino nos hacía sentir suspendidos en el aire a pocos centímetros del suelo. Volábamos.
Cavas Wine Lodge es de esos hoteles que aparecen en los documentales de los “Cien Mejores Hoteles del Mundo”. Una mansión en medio de la nada, como si fuera el casco de una estancia del Siglo XVIII, pasillos sin paredes donde caminas entre las vides y cada 100 metros una propiedad para cada visitante con su respectiva cama rectangular a lo ancho, sus sábanas de mil hilos, su consecuente manta mapuche para tapar los pies, sus leñas para apaciguar el frío, un balcón con vista a la montaña que todos respetan, que siempre está ahí, mucho mas eterna que cualquiera de nosotros.
Nos prepararon una mesa en las afueras de la casa nueva, pero antigua. Nos agasajaron con un menú, que lo acompañamos con un Chakana Chardonnay para lo salado, y un Fond de Cave cosecha tardía, para lo dulce. Muy relajados cenamos, charlamos, disfrutamos la paz del lugar, recorrimos el hotel, llegamos a la cava subterránea con su roca inamovible, probamos su Bonarda exclusiva solo para clientes y terminamos sentados en el sillón de un living rectangular a lo largo. Mis nuevos amigos y yo suspiramos. Suspiros hacia adentro, individuales, que de forma invisible se unieron para ir sellando la amistad cuando estábamos a punto de alcanzar las 100 horas de cocción.Al volver a nuestra morada, sedados, amagamos con salir. Pero no. Qué otro acontecimiento podía mejorar nuestra jornada más que horizontalizarnos en esas camas de una plaza de hotel de bajo costo? Sabíamos que al otro día tendríamos más Mendoza.
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