viernes, 28 de mayo de 2010

Una "Dama" con personalidad...


Los envasados de origen los prefiero en realidad,pero aclarando la verdad a ninguno lo desprecio.Por el barril tengo aprecio,la botella me engalana,tal vez porque son damas quiera más la damajuana.

(Fragmento del poema “A LOS CURDAS” de Julio Ravazzano Sanmartino)

La “damajuana” (*) es un recipiente para guardar y transportar líquidos. Una garrafa, como la llaman en España, que suele ser de vidrio o loza, de forma esférica, con base ancha, revestida de mimbre (más artesanal) o de plástico duro con un asa, como se usa actualmente.
Su nombre viene de la traducción en francés dame-jeanne en el s. XIV. Se cree que fue una Reina de nombre Juana expulsada de su reino, que llego a La Provence para refugiarse en su condado…
Su principal función es la de proteger su contenido. Su capacidad que puede variar de 3 a 50 litros, es mejor conservante que los envases mas chicos, pues el oxigeno que puede entrar a través del corcho, tiene que distribuirse en un envase mayor, por lo que la oxidación en el vino, será mas lenta. Comercialmente en la Argentina se vende en un formato interesante de casi 5 litros, mas precisamente 4750 ml. (6 botellas y chirolas)
Un dato que no es menor, es que la damajuana es un envase “retornable”, con lo cual uno debe ir con ella, en colectivo, en tren, en auto, en ómnibus o avión, si es necesario, a cambiarla por otra.
Es un producto de mercado interno únicamente. La damajuana no suele cruzar las fronteras. Se toma en casa, se sirve directamente o se pasa a un decantador o pingüino y generalmente se consume dentro de la semana en la que fue comprada. No conoce la guarda.
Su formato no deja de ganar terreno, ni en consumo, ni en ventas y se suele codear muy equilibradamente con nuestros asados. Adjetivos como rendidor, clásico, familiar y amigable se destacan en ella.
La década de los 70', fue la época de auge para el vino envasado en damajuana y para el consumo de vino interno en nuestro país, pero los vinos que se realizaban eran de menor calidad y no se diferenciaban sus cepajes.
Las cepas que mas aparecen generalmente en las etiquetas son: en tintas, Cabernet y Malbec, y en blancas con Torrontés, También se suelen poner vinos pateros, mistelas y moscatos.
Hoy, Argentina es un productor vitivinícola, que cuida rigurosamente de sus plantas, de la conducción y de la forma de vinificar; que los piensa e imagina antes de que lleguen al consumidor y que ha sabido lograr una calidad excelente en sus vinos de mesa.
Es por ello, y por nuestros diferentes climas y terruños que el vino de damajuana, tampoco se queda afuera.
Vuelve la “damajuana” y le doy la bienvenida para catarla.


Por nuestra corresponsal: Sole Gonzalez Odriozola

(*) La palabra “damajuana”, ha sido aprobada por la Real Academia Española.

sábado, 13 de marzo de 2010

Desarrollo y maduracion de las uvas.






Esta etapa es muy importante para la calidad del vino. "el vino nace en el viñedo"... esta frase sencilla es muy importante para el trabajo del viñedo.



El enólogo no puede desentenderse de las tareas del viñedo ya que es la primera parte de la historia del vino.

El ingeniero agrónomo debe trabajar en conjunto con el enólogo para obtener el vino buscado.

Se conoce como período herbáceo al periodo que abarca desde el cuajo,momento en que se forma el grano, hasta el envero, momento en que la uva cambia de color. Durante esta etapa la uva es verde, debe su colora a la clorofila. Es un grano pequeño y firme. En general contiene 20 gr. de azucar por kilo.

El envero (fines de diciembre / enero, Hemisferio sur) corresponde al momento en que la uva comienza a tomar su color, el grano engorda, adquiere elasticidad y aumenta el contenido de azúcar. La uva blanca pasa del verde al amarillo, la uva tinta pasa del verde al rojo claro y luego al oscuro. A veces solo toma un día para q el grano cambie de color. Bajo condiciones normales, todas las uvas de una finca enveran aproximadamente en 15 días.

Se conoce como período de maduracíon a la etapa que transcurre desde el envero hasta la madurez de la uva.

Dura de 40 a 50 días, la uva sigue engordando,acumulando azúcar, y perdiendo acidez.

Engrosamiento de la uva. La uva aumenta continuamente su volumen y de peso desde el cuajo hasta su madurez. su crecimiento es irregular y se produce por etapas. El grosor de la uva madura varía según el año, principalmente en función de la lluvia. Estas diferencias pueden variar de un año a otro de un 25 a un 30%, esto es proporcional al volumen de la cosecha.

Almacenamiento de azúcar. Los azúcares en forma de glucosa y de fructosa son almacenados en la uva y tien varios origenes. El origen más evidente es la fotosíntesis, pero los granos también acumulan azúcares de las reservas, de la transformación de ácido málico en glucosa y de los azúcares reductores, sacarosa y almidón que contienen las maderas.

Evolución de los ácidos. La acidez disminuye durante la maduracion. Toda célula vegetal consume oxígeno y expulsa gas carbónico, muchas veces se considera a este fenómeno como inverso a la fotosíntesis. En la uva son principalmente los ácidos los consumidos o quemados durante la respiracion. Otro factor que causa esta disminución de acidez es que una parte del ácido málico se trasnforma en azúcar hacia el fianl de la madurez. No es tan importante el aporte de azúcares sino la disminución de la acidez.
Fotos : Trapezio -Finca la Promesa-

miércoles, 24 de febrero de 2010

Sopa de letras : La cocina social de las plabaras.. by Dilaogos de cocina


Uno de los primeros vestigios de lo que llamamos humanidad son las cenizas. Los arqueólogos nos advierten: una capa de tizne hallada en una cueva es el primigenio hogar humano. La capacidad del fuego para transformar y hacer habitable el rincón más oscuro y frío propició en los humanos el deseo de expresar sentimientos y emociones, de compartir oralmente la experiencia del clan y, con ello, la percepción de la realidad. Dejamos de depender, en exclusiva, de la evolución genética para convertirnos en contadores de historias frente a las brasas o en torno a una mesa.

Fuimos, progresivamente, más humanos al abrazarnos, al llorar ante un paisaje o al preferir un sabor frente a otro. Siempre mediando la palabra, el lenguaje construye la cultura, pero sigue guardando facetas misteriosas: cuando tenemos una palabra en la punta de la lengua, ¿dónde está realmente? Cuando oímos el nombre de una fragancia, ¿nuestro cerebro qué está oliendo?


Los sentidos, con semiótica propia, nos hacen humanos, pero... ¿demasiado humanos en nuestro anhelo por sentir? ¿Tienen color los sentimientos? ¿Y forma el sabor? ¿Acaso escuchamos a nuestros labios?

Las percepciones sensoriales están empapadas de aspectos sociales. Con el lenguaje comunicamos experiencias e identificamos sensaciones que, tras siglos de cultura, transmiten información. Nuestro lenguaje evoluciona: ¿cada cuándo deberíamos (re)entrenar nuestros sentidos? ¿Nos sirve crear patrones para los estímulos más relevantes en nuestra actividad profesional, ya seamos cocineros, perfumistas, enólogos, o consumidores curiosos?


Las palabras lo son casi todo en nuestra mente, y aun así las reforzamos con palmadas, apretones de manos, golpes de pecho y otros excesos táctiles de trascendencia social. Leemos los labios de quien nos habla y miramos los ojos de quien nos mira.

Pero entrenamos palabra y mirada para retener el placer de un beso o de un bocado exquisito.


Recordamos el 1 % de lo que palpamos, el 15 % de lo que gustamos y el 35 % de lo que olemos. Y lo recordamos por su nombre. Retener la fugacidad sensorial es un ejercicio que nos proporciona un placer casi infinito. Saber comunicarlo nos permite cocinar nuestras raíces y renovarlas, a través de generaciones, hacia el futuro.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Barri-Letes!!!


100 horas de cocción... Ultima Parte !






Las 100 horas de cocción estaban llegando. Los nuevos amigos nunca habían viajado juntos sin embargo parecía que lo habían hecho siempre. Sabía uno el próximo movimiento del otro. Y el otro abría los ojos a la mañana percibiendo el despertar del tercer compañero de ruta. El último desayuno del hotel de bajo costo entregó su café con leche a temperatura moderada con sus medialunas de panadería de barrio. Los amigos no hicieron hincapié en permanecer mucho tiempo sentado en la mesa de mantel de plástico. Su comunión de la mañana era el mate amargo, bien cebado, de yerba seca en un rincón, en los caminos hacia Agrelo.


Un nuevo encuentro con el dueño de Trapezio, Mauro, nuestro guía espiritual via Nextel. Pegado a Trapezio se encuentra otra bodega escondida. De esas que hacen sangre de cristo y que no llegamos a conocer, a no ser que viajemos a Mendoza. Su dueño, Agustín, se transformó en un fiel amigo de Mauro por compartir el mismo sueño. Tan próximos uno de otro, comparten noches de charla y debate sobre el negocio, sobre el arte de crear, con los pasos que da cada uno para lograr lo que buscan. A Agustín, ya lo había conocido. Hace un par de años, cuando Mauro se casó con Florencia en la Finca, mi regalo fue recitarles un poema de Julio Migno: Si tenes Cachorro. Tiempo después, Agustín me confesó que sus ojos se transformaron en acequias, llorando de emoción. Muchas veces hacemos cosas que ni nos damos cuenta. Emocionar a una persona, es una de las tantas.


En casa/bodega de Agustín conocimos el vino en todos sus pasos previos hasta llegar al elixir de la vida eterna que sí todos podemos apreciar al descorchar una botella. Conocimos al vino en los momentos donde aún no es vino, cuando las uvas se hacen mosto, dulce, penetrante, aromático, violeta oscuro. Un componente que podría generar el postre mas maravilloso creado por cocineros que adoran esta bebida. Luego, cuando ya entra en proceso de fermentación, donde el sabor es inimaginable, las levaduras bailan enamoradas disfrutando su reproducción, el desequilibrio de sabores certeros de un futuro mejor. Poco después, cuando la fermentación maloláctica lo va acercando a ser lo que quiere ser: Vino. Y el néctar terminado, la bebida hecha por Dios y por el hombre, antes de entrar en su descanso de roble. Cinco personas, cinco copas y una ventana de amplias magnitudes de blindex enmarcaban el gran cuadro argentino: El Cordón del Plata. Lejos, cerca, incluso dentro de cada uno de nosotros.


El sol no tiene prisa pero sabe como apurarnos. Cuando llega al punto mas alto del cielo el deseo de comer, despacio, toca la puerta de nuestro cerebro. Fuerte apretón de manos, incluso abrazos con palmas en espaldas ajenas alcanzaron el sonido de la fraternidad y la amistad. Mauro, tomó un rumbo, Agustín se quedó tirando leña a sus perros que iban y venían con su juego preferido y nosotros nos dejamos llevar por la recomendación: No pueden irse sin ir al Valle de Uco.


Y allí marchó nuestro auto alquilado. Los 80 kms que lo separan de Mendoza no parecen, gracias a que la Cordillera hace perder las distancias, pero no la brújula que siempre marca al Oeste. En el Valle de Uco, seguimos encontrando mas bodegas, quizás las más sofisticadas. Pero no queríamos repetir el paseo estandarizado. Ya habíamos tocado el cielo con la boca, no necesitábamos volver a recorrer nuevos pasillos de propaganda bodeguera.


Nuestro principal motivo en el Valle de Uco era comer. Como buenos cocineros. Dejarnos alimentar por manos colegas. Mauro, nos había tirado el consejo: “Hay un lugar de esos que solo se llega preguntando. Solo les doy un dato, es un restaurante que se llama Ilo”


Ilo es una esquina como cualquier otra. Pero guarda un secreto en medio de la montaña. Sus platos se basan en mariscos que día de por medio trae su propio dueño y cocinero de Chile. El tipo, muy como si nada, agarra su coche, cruza la frontera y en su baúl trae la mercancía obtenida directamente del Pacífico. Mar y Montaña es posible en Argentina. Ilo lo logra.


En sus mesas, la de una cantina tradicional llevada a pulmón, la panera de plástico simulando mimbre carga con panes que rápidamente se deshacen con las manos. Un pedazo de pan, un sorbo de vino, tres amigos y “El último almuerzo”. Sin Judas, solo apóstoles del buen vivir, el buen comer, el placer como merecimiento de las almas que respiran. Semana Santa!Nuestras billeteras no piensan: Lo primero que pedimos son esos bichos que no comes nunca. Uno de los moluscos mas cotizados del mercado mundial, los locos. No hay en ningún lugar del mundo, mas que en Chile y el sur de Perú. Sin detener nuestra investigación marítima nuestro próximo plato fueron unas machas tiernas y picantes. A lo que se sumó un chupe de centolla, navjas guisadas, una cazuela de mariscos y dos botellas de vino entre tres, manteníamos la estadística. A pesar de todo, lo que mas marcó nuestra visita al restaurante Ilo fue el postre, directamente recomendado por su propietario que se acercó a nosotros para contarnos su historia con la Cocina.


El postre es una de sus mejores creaciones: Un queso y dulce. Cualquiera diría que es imposible sorprender con tan manoseada preparación. A pesar de cualquier prejuicio, se acercó con un plato que contenía un ladrillo de queso cordobés cubierto por dulce de cayote. La consternación llegó cuando al queso y dulce lo bañó en un aceite de oliva mendocino y sus manos combinaron movimientos sobre un pimentero de tamaño considerable. Las esferas picantes y rotas se arrojaban constantemente sobre nuestro dulce sin parar cubriendo de negro el color dorado de la cucurbitácea.


Lo dulce, lo salado, lo picante, lo frutal habían conspirado a favor de nuestro paladar. Nuestra tarde nublada se cerraba con un banquete en medio de la nada, sabiendo que el regreso era inevitable. Uf, que buena manera de despedirnos.La partida fue sin correr riesgos. Pausados, llegamos a Mendoza Metrópoli para devolver el auto y ubicar la plataforma de salida hacia Buenos Aires en el colectivo de asientos horizontales.El “azafato” nos sirvió el último sorbo de vino tinto en tierras cuyanas, ésta vez, en vasos descartables de plástico que sin otra alternativa chocaron para decretar un brindis sin sonido de cristal. Los tres nuevos amigos ya habían pasado la experiencia de su primer viaje. El próximo aún no fue realizado. Quizás tan solo con éste haya alcanzado.


Fin.

100 horas de cocción... Parte III


El tercer día, tenía como destino Potrerillos, un pueblo que se ubica adentrándonos en la Cordillera de Los Andes.

La fila de viajeros obligaba al auto alquilado ir a la velocidad justa para girar los ojos y ver la altura, la nieve de los picos, las aves volando, las lagunas escondidas. Todo allí, todo aquí.Después de un par de kilómetros de ripio, llegamos a la morada del Viejo Montañés, que parecía haberse arrancado de las páginas del “Viejo y el Mar” de Hemingway: Su soledad y su destino.

El Viejo tenía un restaurant, una cabaña en medio de la montaña con mesas de maderas longitudinales, sillas de troncos, fotos en los parantes, banderas de SlowFood. Alrededor de la morada, el terreno se encontraba en pendiente, los arboles se erizaban de la tierra hasta confundir el celeste cielo con el verde hoja, el arroyo sonaba en do mayor cuando el agua, veloz, impactaba a las piedras sostenidas. A lo lejos, aunque muy cerca, la montaña, el hábitat del Viejo: Eduardo Luis Maccari.

Maccari, con sus propias manos cocina lo que él mismo come. Y eso lo comparte con los visitantes. Nuestro estómago, tomó carrera y comenzó la maratón de “alemaneidades”: Degustación de salchichas caseras, un chucrut blanco, otro colorado, un garrón de cerdo entero cocido el tiempo que demora el sol en irse, horas. El aliento de los comensales lograban desarmarlo. Parecía mágico. La mesa de mantel campechano sostenía además unas papas con piel en manteca y romero. Sentíamos estar en la campiña germana, lo único que nos mantenía en la realidad era la charla en idioma propio. Por las gargantas pasaban un torrente de sus cervezas rubia de 7,5º de alcohol; su negra agresiva, perseverante, meticulosa en su tostado justo y su roja disminuida, levemente dulce y su color coral.

El Viejo, además de la cabaña donde cocina también tiene una fábrica de cerveza artesanal, una historia, una obsesión y un perro. Luego de la sobremesa, llegó el turno de encontrarnos con él en su fábrica. Parco al principio, se entregó después a la charla amena y exhaustiva de su vida, como buen hombre de montaña.

Hace muchos años, el Viejo, conocedor de la geografía recibió un llamado urgente de la Fuerza Aérea Argentina: Sin él no podían rescatar a un joven arquitecto checo que se había accidentado en la montaña. El Viejo, joven en aquel entonces, lo divisó a lo lejos. Todos lo dieron por muerto, el arquitecto estaba inerte, congelado. Sin embargo, Maccari insistió y bajaron hasta alcanzarlo para llevarlo en una sola pieza de hielo hasta un hospital donde lograron revivirlo. La perseverancia y su apuesta hizo que el Gobierno de Checoslovaquia lo invitase a su país para agradecer su acto de honor. Y el hombre rescatado lo llevó a conocer su familia, en Pilsen. Una familia de cerveceros artesanales que le enseñó todos los secretos de la malta, el lúpulo, el agua.

Se obsesionó, encontró su destino y se quedó en aquel país durante 8 años, hasta volver a la Argentina y emprender un viaje en busca del agua perfecta para su cerveza. La encontró en Potrerillos y desde entonces, realiza la cerveza artesanal a la cual le llamó como su perro, Jerome. Son esas vidas que son biografías.

En la fábrica, Maccari nos hizo degustar su más adorado tesoro una vez más, nos contó sus secretos, y el secreto de los que dicen ser artesanos aunque industrialicen la cerveza. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Manos de cocineros, con ampollas de cuchillos mal tomados contra sus manos de leñador, con marcas en la piel de hachas oxidadas pero filosas.

Merecíamos una siesta, pero ya había pasado la hora. Nuestro almuerzo se había dilatado hasta las horas en que el sol empieza a sentir el cansancio de tan largo día. Igual que nosotros.

Sin embargo, no íbamos aflojar allí. Bajamos hacia Agrelo, con las primeras estrellas como mapa. Nuestra ajetreada pero placentera agenda tenía como destino un hotel: Cavas Wine Lodge. El nuevo concepto de hotelería, sin fastuosidades, sin lujos, pero con estilo. Mucho.

Martín y Cecilia, los dueños, nos recibieron con una copa de espumante en pleno concierto de violín para huéspedes. La música asomaba desde un pequeño anfiteatro de pocos escalones donde una muchacha de mirada a la nada apoyaba su pera contra la mariposa de madera dándole sonido a un vuelo que no existe. Los acordes, entre espalderos, silencio de grillos cantores, y vino nos hacía sentir suspendidos en el aire a pocos centímetros del suelo. Volábamos.

Cavas Wine Lodge es de esos hoteles que aparecen en los documentales de los “Cien Mejores Hoteles del Mundo”. Una mansión en medio de la nada, como si fuera el casco de una estancia del Siglo XVIII, pasillos sin paredes donde caminas entre las vides y cada 100 metros una propiedad para cada visitante con su respectiva cama rectangular a lo ancho, sus sábanas de mil hilos, su consecuente manta mapuche para tapar los pies, sus leñas para apaciguar el frío, un balcón con vista a la montaña que todos respetan, que siempre está ahí, mucho mas eterna que cualquiera de nosotros.

Nos prepararon una mesa en las afueras de la casa nueva, pero antigua. Nos agasajaron con un menú, que lo acompañamos con un Chakana Chardonnay para lo salado, y un Fond de Cave cosecha tardía, para lo dulce. Muy relajados cenamos, charlamos, disfrutamos la paz del lugar, recorrimos el hotel, llegamos a la cava subterránea con su roca inamovible, probamos su Bonarda exclusiva solo para clientes y terminamos sentados en el sillón de un living rectangular a lo largo. Mis nuevos amigos y yo suspiramos. Suspiros hacia adentro, individuales, que de forma invisible se unieron para ir sellando la amistad cuando estábamos a punto de alcanzar las 100 horas de cocción.Al volver a nuestra morada, sedados, amagamos con salir. Pero no. Qué otro acontecimiento podía mejorar nuestra jornada más que horizontalizarnos en esas camas de una plaza de hotel de bajo costo? Sabíamos que al otro día tendríamos más Mendoza.

100 horas de cocción ... Parte II


Foto en dos tiempos de nuestro horno de barro. Herido horno, pero va caliente.


El sol se despertó mucho antes que nosotros. Y nosotros, apenas levantados, salimos a la caravana nuevamente. La salida hacia la ruta fue la responsable de unir nuestras miradas con la montaña a lo lejos. Imagen que no se olvida, y que seguramente deba ser la responsable que mucha gente quiera quedarse a vivir allí, en Mendoza.


El próximo paso sería en la Bodega Familia Zuccardi. Una bodega ya mas amplia, que nació en 1968 gracias al sueño de un ingeniero que trajo un sistema de riego vanguardista para la época. La bodega, sigue con su faceta familiar, pero ya es mas imponente, se percibe en el aire el crecimiento de la empresa en los últimos años. El primer paso fue el Wine shop donde la billetera brasilera no detenía su consumismo. La nuestra, quieta, tan solo por el momento. Nos tomaron de la mano y nos llevaron al interior del interior del vino.En Zuccardi, el recorrido es muy parecido a como puede ser en cualquier otra bodega, con la contracara que es mas grande, mas empresa. Mujeres y hombres de uniforme hacen su trabajo, con el mismo esfuerzo que lo realizan las máquinas traídas de Alemania que aceleran la maceración, la mejoran, logran lo que los enólogos quieren lograr con tan solo apretar un botón. Valió la pena la inversión.La explicación del proceso es un tanto mas precisa que lo visto hasta el momento. La selección de uvas y racimos, uno por uno, de forma manual, las temperaturas que se manejan para que los hollejos le den color al vino, el aumento de temperatura para que se inicie la fermentación, y las barricas usadas por única vez, o dos y hasta por tres oportunidades. Claro! Por eso puede ser tan costoso un vino.

De vuelta por el Wine shop, la compra nuestra de cada día: Una remera, o dos, un aceite de oliva que fabrica Don Zuccardi, una bonita lámina de descriptores aromáticos, que se ve muy seguido pero sigue siendo original.


Y no nos podíamos ir de allí, sin almorzar en su bonito restaurant, entre parrales, con el wallpaper precordillerano de fondo, claro. El menú no sorprende, lo que sí, es el sabor de los productos que llegaban a nuestra mesa, porque creemos conocer el sabor de un tomate en Buenos Aires, pero en verdad, que mediocres son nuestras papilas cuando prueban un tomate crudo.

La autenticidad de la materia prima nos convierte en mejores cocineros, y ese es un as en la manga que pocas veces solemos darle importancia.


De vuelta en el auto, salimos hacia Almacén del Sur, una finca con visita agendada. La recepción fue de Santiago, un gordito orgulloso del lugar, muy cordial, dispuesto a informarnos.

Almacén del Sur nació hace solo 4 años, y sus frascos de productos delicatessen ya recorren el país y el mundo. En un envase de vidrio atractivo guardan conservas como las de brotes de ajo, los tomates asados, chutney de tomates verdes, pimientos de piquillo cuyas semillas son inseminadas en sus campos gracias a viajes anuales a tierras españolas, aceitunas griegas, jaleas de malbec, de torrontés, confituras de uvas, y hasta de pétalos de rosas. Romanticones!


La charla fue amena. Santiago disfrutaba muchísimo de sus comentarios. Y nosotros de los de él. Nos sorprendió el saber que una berenjena o un zuchinni puede crecer en tan solo un par de horas, por lo que los cosecheros suelen pasar dos o hasta tres veces por día para extirparlos de sus plantas. Vimos un secadero solar de tomates, el paso a paso organizado de la elaboración de los productos hasta que nos llevaron hacia un salón cálido, como living de abuela, que sería el lugar de la degustación de sus productos. Sin vino, teníamos sed, mucha! Tres cervezas, por favor! En el salón, que es el salón del restaurant que a esas horas ya había cerrado, lo mas lindo era la desigualdad de sus mesas y sillas. Todas distintas, un buen dato para aquel arquitecto decorador que no se anima a ser diferente.


Los productos, hay que reconocerlo, son excelentes, como así costosos. No digo que no lo valgan, pero algunos empresarios siguen pensando en el turismo extranjero, antes que permitir al argentino común desarrollar su paladar, su sentido del gusto. Escribo esto, releo, y me doy cuenta que haría lo mismo. Hipocresía barata y zuecos de goma.


El sol avisaba que no se iba a quedar todo el día allí, por lo que en plena caída lenta hacia el horizonte marchamos hacia Agrelo, una localidad austera, pequeña, que posee un tesoro inimaginable ante la mirada de los tres transeúntes. Muchos de los vinos que tomamos periódicamente, salen de aquí. En esta localidad, nos esperan un matrimonio amigo, Mauro y Florencia, los dos amigos de la introducción que decidieron soñar y no despertarse. Son dueños de Finca La Promesa, y hacedores de su primer vino, el Trapezio Merlot. Mauro, gracias a la magia del Nextel era nuestro guía turístico-espiritual por lo que las gracias, como suelen hacer los cocineros, iba a ser transmitida a través de los fuegos.


El desafío mayor fue encender el fuego en la garganta del horno de barro antiguo, con algunos ladrillos sueltos, que tiraba bocanadas de humo . El Chef Tolosa, fue el mas perseverante y comandó la brigada. Dominguez, el sous-chef, se encargaba que la mise en place llegase a destino. Milesi, pasante, puesto que en verdad disfrutaba, porque era un pasante que se la pasaba charlando y bebiendo rosados y blancos de cava de Mauro a 8 grados. Quiero una!

El Menú, improvisado durante la caminata entre pasillos de supermercado de Luján de Cuyo, como mas nos gusta a los cocineros , fueron unos canapés de masa de bizcocho de grasa, calabaza y queso camembert. El plato principal, pollos de 2 kilos, abiertos sin columna, sin cogote, sin cadera ni esternón acariciados con morcilla desmenuzada entre su carne y su piel que fue acompañado con unas cebollitas de verdeo pinchadas en una brochette, papas con manteca compuesta con calditos Knorr y unos zuchinnis, con sal, pimienta y aceite de oliva. La simplicidad de la materia prima se hacía cómplice de la mano de los cocineros y de la boca de los comensales. Viva el campo!La noche terminaría llena de charla, estrellas arriba, piernas relajadas abajo y el aire embalsamado en el medio. Hotel y dormir, una vez mas.